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lunes, 22 de septiembre de 2014

Cuadernos de campo... recuerdos, sensaciones





“Nuestra vida moderna está basada en gran medida en las apariencias, en lo superfluo, en la fachada. Vivimos en el mundo del espectáculo y de la anécdota. Casi todo lo que nos rodea tiende a provocar emociones epiteliales. Se va a lo inmediato y cada vez se exige una mayor velocidad en la autocomplacencia, precisamente para paliar en parte lo vacío y falso del sistema. Ha quedado por completo desplazada la posibilidad de reflexionar, de disfrutar pensando, sintiendo, simplemente viviendo. Pero todavía hay algo que puede provocar sensaciones profundas: me refiero a la contemplación. A ese modo de mirar que no exige particulares esfuerzos intelectuales o una sensibilidad especial”

JOAQUÍN ARAÚJO, España Herida






¿Por qué la anterior cita para hablaros de los cuadernos de campo?

Nuestra especie se jacta de haber levantado inmuebles y obras de ingeniería colosales, de haber modificado los biomas salvajes hasta hacerlos, en muchas ocasiones, irreconocibles, de haber llegado a la luna, de lanzar satélites artificiales. No obstante, nada de eso implica que estemos fuera de las leyes naturales que hicieron de este planeta un lugar rico en biodiversidad, traducida en formas, colores y sonidos generados por las numerosas especies que habitan en cualquier rincón del globo.

La naturaleza, sí… el espectáculo más asombroso que puede mirar el hombre, como dijo Don Gregorio, aquel inolvidable maestro retratado en la película “La lengua de las mariposas”, interpretado por un genial Fernando Fernán Gómez. ¿Qué nos da la naturaleza? Tanto, que hasta los que la detestan acabarían sumidos en la oscuridad y la melancolía sí desapareciera de sus vidas o se viera minimizada. En primer lugar, todo naturalista, aficionado o profesional, sabe que lo primero que genera la vida silvestre es sensibilidad. El contemplar cómo la vida trata de abrirse paso, por doquier, generando diversas versiones hasta alcanzar el paroxismo, a través de esta o aquella ave, un insecto, las ranas que animan con sus coros el estanque, las setas que se abren paso tras las lluvias de otoño, proporciona al que no da la espalda al campo y sus cosas una sensación de respeto hacia la vida, lo cual se traduce en una mayor necesidad de ser un poco mejor también con tus propios semejantes. La principal fuente de inspiración de las artes está en la naturaleza. Machado, con sus Campos de Castilla y Beethoveen con su sexta sinfonía, donde el fagot reproduce el canto del cuco, son sólo dos perfectos ejemplos de esta máxima.



La naturaleza inspira también iniciación a la curiosidad, a la necesidad de saber, y la curiosidad científica comienza, muchas veces, con la contemplación de la propia vida. El mundo salvaje nos ayuda a ser más humildes, a entender realmente quiénes somos, de dónde venimos y hacia donde vamos, pues sólo reconociendo que formamos parte de una larga cadena donde el Homo Sapiens se ha incorporado tarde y a la vez intentando saltarse las leyes que nos rigen, habrá esperanzas para cambiar nuestro torcido rumbo. A través de la inmensidad de la taiga, de las verdes dehesas extremeñas, de la multitud de flores de una pradera y de la cacofonía de sonidos que vienen de la selva ecuatorial, es como mejor se llega a la conclusión de lo tremendamente estúpidos, agresivos y tóxicos que somos como especie... y al mismo tiempo de lo maravillosos que podríamos ser si camináramos por otros derroteros. La naturaleza, además, nos proporciona la base para hallar los principios activos con los que luchamos contra enfermedades, los recursos que nos permiten sobrevivir, el oxígeno que respiramos y los alimentos que tomamos. Todo eso nos da la biodiversidad, a la que tan poco crédito damos. Y tú, sencillo naturalista de a pie, con tus prismáticos y tu cuaderno de campo, recoges momentos únicos, donde la simple contemplación y registro te proporciona a ti, a las personas que te rodean y los que vengan después, la oportunidad de sonreírle a la vida, entremezclando poesía y rigor científico, aunque sólo seas un aficionado que se limita a clasificar y conocer palmo a palmo, desde el empirismo acumulativo, los ecosistemas de tu entorno. Es mucho lo que rezuma un cuaderno de campo, te llevas en él la experiencia de la contemplación, la paz interior, la agudeza del observador, el gusto por la ciencia y el deseo de decirle a los poderosos, pero ¿no os dais cuenta lo maravilloso que podría ser el mundo si os olvidaseis de amasar, de tener, de envidiar?
Mis primeros cuadernos de campo se remontan a 1985 y 1986, cuando no era más que un niño que recorría con ilusión el Camino de Las Huertas de La Ribera y El Cabezo, en mi Fregenal natal; parajes llenos de setos, pastizales, frutales, hiedras, chopos, muros cubiertos de musgos; lugares donde por primera vez observé a la tarabilla común, el trepador azul, el arrendajo, el chochín, la curruca capirotada; donde me deleitaba observando ranas, sapillos pintojos, culebrillas ciegas, donde tomaba notas y bocetos de las plantas y setas que observaba. A veces pienso que todo naturalista debería dedicar algunas de sus sesiones de campo a patear un paraje, sólo con su cuaderno, su lápiz y sus prismáticos y no parar de mirar aquí y allá… un escarabajo, los frutos maduros de la zarza, las aves que devoran los frutos maduros del caqui… todo. Y no creo que la mejor fotografía supere en emoción a cómo palpitaba nuestro corazón al descubrir el reguero de vida que se pierde en cualquier paraje… no hace falta irse lejos. Quisiera compartir con todos vosotros esos momentos mostrándoos algunas páginas de aquellos cuadernos de campo que van entrando en la senectud.


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