“Nuestra vida moderna está basada
en gran medida en las apariencias, en lo superfluo, en la fachada. Vivimos en
el mundo del espectáculo y de la anécdota. Casi todo lo que nos rodea tiende a
provocar emociones epiteliales. Se va a lo inmediato y cada vez se exige una
mayor velocidad en la autocomplacencia, precisamente para paliar en parte lo
vacío y falso del sistema. Ha quedado por completo desplazada la posibilidad de
reflexionar, de disfrutar pensando, sintiendo, simplemente viviendo. Pero
todavía hay algo que puede provocar sensaciones profundas: me refiero a la
contemplación. A ese modo de mirar que no exige particulares esfuerzos
intelectuales o una sensibilidad especial”
¿Por qué la anterior cita para
hablaros de los cuadernos de campo?
Nuestra especie se jacta de haber levantado
inmuebles y obras de ingeniería colosales, de haber modificado los biomas
salvajes hasta hacerlos, en muchas ocasiones, irreconocibles, de haber llegado
a la luna, de lanzar satélites artificiales. No obstante, nada de eso implica
que estemos fuera de las leyes naturales que hicieron de este planeta un lugar
rico en biodiversidad, traducida en formas, colores y sonidos generados por las
numerosas especies que habitan en cualquier rincón del globo.
La naturaleza, sí… el espectáculo
más asombroso que puede mirar el hombre, como dijo Don Gregorio, aquel
inolvidable maestro retratado en la película “La lengua de las mariposas”,
interpretado por un genial Fernando Fernán Gómez. ¿Qué nos da la naturaleza?
Tanto, que hasta los que la detestan acabarían sumidos en la oscuridad y la
melancolía sí desapareciera de sus vidas o se viera minimizada. En primer
lugar, todo naturalista, aficionado o profesional, sabe que lo primero que genera
la vida silvestre es sensibilidad. El contemplar cómo la vida trata de abrirse
paso, por doquier, generando diversas versiones hasta alcanzar el paroxismo, a
través de esta o aquella ave, un insecto, las ranas que animan con sus coros el
estanque, las setas que se abren paso tras las lluvias de otoño, proporciona al
que no da la espalda al campo y sus cosas una sensación de respeto hacia la
vida, lo cual se traduce en una mayor necesidad de ser un poco mejor también
con tus propios semejantes. La principal fuente de inspiración de las artes
está en la naturaleza. Machado, con sus Campos de Castilla y Beethoveen con su
sexta sinfonía, donde el fagot reproduce el canto del cuco, son sólo dos
perfectos ejemplos de esta máxima.
La naturaleza inspira también
iniciación a la curiosidad, a la necesidad de saber, y la curiosidad científica
comienza, muchas veces, con la contemplación de la propia vida. El mundo
salvaje nos ayuda a ser más humildes, a entender realmente quiénes somos, de
dónde venimos y hacia donde vamos, pues sólo reconociendo que formamos parte de
una larga cadena donde el Homo Sapiens
se ha incorporado tarde y a la vez intentando saltarse las leyes que nos rigen,
habrá esperanzas para cambiar nuestro torcido rumbo. A través de la inmensidad de la
taiga, de las verdes dehesas extremeñas, de la multitud de flores de
una pradera y de la cacofonía de sonidos que vienen de la selva ecuatorial, es como mejor se llega a la conclusión de lo tremendamente estúpidos, agresivos y
tóxicos que somos como especie... y al mismo tiempo de lo maravillosos que podríamos
ser si camináramos por otros derroteros. La naturaleza, además, nos proporciona
la base para hallar los principios activos con los que luchamos contra
enfermedades, los recursos que nos permiten sobrevivir, el oxígeno que
respiramos y los alimentos que tomamos. Todo eso nos da la
biodiversidad, a la que tan poco crédito damos. Y tú, sencillo naturalista de a
pie, con tus prismáticos y tu cuaderno de campo, recoges momentos únicos, donde
la simple contemplación y registro te proporciona a ti, a las personas que te
rodean y los que vengan después, la oportunidad de sonreírle a la vida,
entremezclando poesía y rigor científico, aunque sólo seas un aficionado que se
limita a clasificar y conocer palmo a palmo, desde el empirismo acumulativo,
los ecosistemas de tu entorno. Es mucho lo que rezuma un cuaderno de campo, te
llevas en él la experiencia de la contemplación, la paz interior, la agudeza
del observador, el gusto por la ciencia y el deseo de decirle a los poderosos,
pero ¿no os dais cuenta lo maravilloso que podría ser el mundo si os olvidaseis
de amasar, de tener, de envidiar?
Mis primeros cuadernos de campo
se remontan a 1985 y 1986, cuando no era más que un niño que recorría con
ilusión el Camino de Las Huertas de La Ribera y El Cabezo, en mi Fregenal
natal; parajes llenos de setos, pastizales, frutales, hiedras, chopos, muros
cubiertos de musgos; lugares donde por primera vez observé a la tarabilla
común, el trepador azul, el arrendajo, el chochín, la curruca capirotada; donde
me deleitaba observando ranas, sapillos pintojos, culebrillas ciegas, donde
tomaba notas y bocetos de las plantas y setas que observaba. A veces pienso que
todo naturalista debería dedicar algunas de sus sesiones de campo a patear un paraje,
sólo con su cuaderno, su lápiz y sus prismáticos y no parar de mirar aquí y
allá… un escarabajo, los frutos maduros de la zarza, las aves que devoran los
frutos maduros del caqui… todo. Y no creo que la mejor fotografía supere en
emoción a cómo palpitaba nuestro corazón al descubrir el reguero de vida que se
pierde en cualquier paraje… no hace falta irse lejos. Quisiera compartir con
todos vosotros esos momentos mostrándoos algunas páginas de aquellos cuadernos
de campo que van entrando en la senectud.
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